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“Madres: Reflejo del Amor Divino”


En un rincón del alma donde habita la ternura más pura, allí florece el amor de una madre. No es casualidad que Dios haya elegido figuras maternas para expresar verdades profundas a lo largo de la Biblia. Las madres no solo cuidan, enseñan y protegen: ellas revelan el corazón de Dios de formas silenciosas pero poderosas.

Desde el principio, la maternidad fue honrada por el Creador. Eva, cuyo nombre significa “madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20), fue parte esencial del plan divino para la humanidad. A través de ella, la vida comenzó a multiplicarse, y en su historia —como en la de tantas madres hoy— se entrelazan el dolor, la esperanza y la redención.

Las madres bíblicas no fueron perfectas, pero sí fueron valientes. Sara, estéril durante décadas, rió cuando Dios prometió un hijo —y luego vio nacer a Isaac en su vejez (Génesis 21). Su fe imperfecta no fue obstáculo para que Dios cumpliera Su promesa. Ana, por su parte, clamó con lágrimas en el templo por un hijo, y cuando nació Samuel, lo dedicó completamente a Dios (1 Samuel 1). Estas mujeres nos enseñan que el amor maternal muchas veces se expresa en oración silenciosa y sacrificio sagrado.

Pero no hay madre más significativa en la Biblia que María, la madre de Jesús. Una joven humilde que respondió al llamado de Dios con un “sí” que cambiaría la historia: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38). María no solo llevó en su vientre al Salvador del mundo, sino que lo acompañó hasta la cruz, soportando un dolor que solo una madre podría comprender. Su presencia constante, desde Belén hasta el Calvario, nos recuerda que el amor materno no abandona, ni siquiera cuando el alma es traspasada por espadas invisibles (Lucas 2:35).

Las madres son eco del corazón de Dios. Así como Él consuela como una madre consuela a su hijo (Isaías 66:13), ellas sostienen nuestras primeras caídas, nuestras dudas, y también nuestros sueños. Las madres aman antes de conocer el rostro, creen antes de ver los frutos, oran incluso cuando nadie más lo hace.

Hoy, mientras el mundo corre con prisa, detenernos a honrar a nuestras madres —biológicas, adoptivas o espirituales— es reconocer uno de los reflejos más puros del amor divino en la tierra. Porque en el abrazo de una madre, aún podemos vislumbrar el cielo.

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